Hace unos 11.600 años Cuando se edificó Göbekli Tepe, gran parte de la humanidad estaba organizada en pequeñas bandas nómadas que vivían de la recolección de plantas y de la caza de animales salvajes. Para construir el templo, probablemente fue necesario reunir en un solo lugar más personas de las que jamás se habían reunido hasta entonces. Asombrosamente, los constructores lograron extraer la piedra caliza, tallar, transportar piedras de 16 toneladas y finamente tallar y adornar con bajorrelieves; un desfile de gacelas, serpientes, zorros, escorpiones y feroces jabalíes.

Los peregrinos que acudían a Göbekli Tepe vivían en un mundo sin escritura, ni metales ni cerámica. A aquellos que se acercaron al templo subiendo la pendiente, los pilares debieron de parecerles gigantes petrificados, cubiertos de animales esculpidos que temblaban a la luz de las llamas, emisarios de un mundo espiritual que la mente humana apenas comenzaba a vislumbrar.
En el 2.000 de nuestra época la mayoría de los investigadores creía conocer el momento, el lugar y la secuencia aproximada de la revolución neolítica, la crucial transición que condujo al nacimiento de la agricultura, determinante para que Homo sapiens dejara atrás los grupos dispersos de cazadores-recolectores para empezar a formar poblados agrícolas y, a partir de ahí, sociedades tecnológicamente avanzadas con grandes templos, torres, reyes y sacerdotes que regían el trabajo de sus súbditos y registraban sus hazañas por escrito. La mayoría de los arqueólogos creía que ese florecimiento súbito de la civilización había sido propiciado en gran medida por cambios climáticos: un calentamiento gradual al final de la última glaciación que permitió a algunos pueblos iniciar el cultivo de plantas y el pastoreo de animales.

La reciente investigación sugiere que, en realidad, la «revolución» fue obra de muchas manos que actuaron en un área muy extensa y a lo largo de miles de años. Además, es posible que su motor no fuera el medio ambiente sino algo completamente diferente.
Tan importante es lo que han hallado los investigadores como lo que no han hallado: ningún indicio de asentamiento. Seguramente fueron necesarios cientos de personas para tallar y levantar los pilares, pero no había agua en el lugar. La corriente más cercana estaba a unos cinco kilómetros de distancia. Los trabajadores debieron de necesitar un sitio donde vivir, pero las excavaciones no han sacado a la luz la menor señal de muros, hogueras o casas, ni ningún tipo de estructura que se haya interpretado como doméstica. También tuvieron que comer, pero no hay indicios de agricultura. Tampoco han encontrado restos de cocinas, ni de fuegos donde se cocinara. Era un centro puramente ceremonial. Si alguna vez vivió alguien en ese lugar, debió de tratarse del personal del templo. A juzgar por los miles de huesos de gacelas y uros que se han hallado, los trabajadores debieron de alimentarse de remesas de carne de caza, enviadas con regularidad desde lugares distantes.

Para canalizar con éxito todo ese complejo esfuerzo, debieron de ser necesarios organizadores y supervisores, pero hasta ahora no se han observado indicios de una jerarquía social: no se han descubierto zonas reservadas a los más ricos, ni tumbas llenas de ajuares funerarios propios de una élite, ni rastros de que la dieta de algunos fuera mejor que la de otros.
Eran forrajeadores (gente que recogía plantas y cazaba animales salvajes). La imagen de estos pueblos siempre ha sido de grupos pequeños y móviles, formados por algunas decenas de individuos. No podían construir grandes estructuras permanentes, porque tenían que desplazarse constantemente en pos de sus recursos. No podían mantener castas separadas de sacerdotes y artesanos, porque no les era posible transportar los suministros adicionales necesarios para unos y otros. Pero aquí tenemos Göbekli Tepe, donde sí lo hicieron.