A galeras iban. Remaban. Reventaban. Morían. Y entre uno y otro extremo, coleccionaban la huella del látigo que un hermano “más sometido que ellos” les dibujaba en la espalda. Lo que nadie nos contó fue si alguna vez, en galeras, los brazos condenados a remar hasta la muerte, dijeron no. Un par diciendo no, supongamos, serían muertos a latigazos. Toda la galera, en mar abierto, sin una brizna de aire, en mitad de ningún sitio…
El látigo es la única defensa del que, aterrado, oprime al que más necesita.
R. Güeto