En el siglo XIX, la fe en el progreso era una fuente de optimismo generalizado. Las ciencias se consideraron como un vehículo hacia el mejoramiento progresivo de la condición del mundo que conduciría la sociedad, a una especie de paraíso. En el siglo XX esta misma fe asumió una connotación política. En sus propuestas de caminos para arribar a condiciones de una vida distinta. Traslucen la filosofía del hombre nuevo y del mundo nuevo. Un sistema de pensamiento despojado de la carga utópica que caracterizaba al sueño marxista. Por el contrario, el pensamiento del nuevo orden es muy realista en cuanto que fija los límites del bienestar, solicitado a partir de los límites de los medios disponibles para alcanzarlo, y recomienda, por ejemplo, sin por esto buscar justificarse, no preocuparse del cuidado de aquéllos que ya no son productivos o que no pueden esperar más una determinada calidad de vida. Esta filosofía ya no espera que los hombres, habituados ahora a la riqueza y al bienestar, estén dispuestos a hacer los sacrificios necesarios para alcanzar un bienestar general, sino que propone las estrategias para reducir el número de los comensales a la mesa de la humanidad, para que no se resquebraje la felicidad pretendida que algunos han alcanzado.